lunes, 27 de septiembre de 2010

Prólogo para los que no leemos los prólogos:


El 11 de Agosto del año 2008 hubo un Click en mi vida.
Aunque en realidad debería decir que fue un Crack: triple fractura de tibia y peroné con subluxación. Operación de cuatro horas y media y siete clavos de acero quirúrgico en el pie izquierdo.
Y ese día no es que vi la vida pasando rápido delante de mí, ni nada de eso. Pero si me hizo replantear varias cosas personales.
El tiempo en la cama, de reposo obligado tras la operación, fue en principio, de unas tres semanas.
Tres semanas sin ir al trabajo, a pesar de seguir comunicado con el mundo con la notebook.
Bastó ese tiempo para pensar mucho, muchas cosas.
Una de ellas la tiene usted entre manos: esta novela.
Yo era de escribir cosas cortas, más que nada para exteriorizar-me sensaciones internas. Pero nunca algo extenso.
Algo que descubrí escribiendo fue que casi todas las cosas que hice o hago, fueron en equipo. Por ejemplo, somos Delia, -mi esposa- y yo para “hacer” la familia, más los hijos obvio; tres, cuatro, cinco o más, para los programas de tele; dos para la radio… y acá, en este libro, estoy absolutamente solo. Y más allá de escuchar y agradecer sugerencias e ideas muy bien recibidas de tanta gente, desde la primera letra hasta la última, siempre fui solo yo.
Jorge a la deriva.
Da vértigo.
Y estuvo buenísimo.
Tengo un referente extraño: el ánimo que percibí, cada vez que charle con el joven escritor barilochense, Emilio di Tata, autor de El Oso, y Mosquita Muerta, unos interesantes éxitos editoriales para esta ciudad de 120.000 habitantes.
Veía en él gran entusiasmo y me preguntaba que se sentiría tener mucho tiempo una historia en la cabeza, a diferencia de los relatos breves que surgen, se desarrollan y mueren en un lapso muy corto.
Esa historia que conviva con uno durante meses, dándole vida concreta a los protagonistas como si uno realmente los conociera. Algo así como agarrar y preguntar “¿Qué será de la vida de fulano de tal?” Y contestarme “Esperá que veo como le va, lo escribo y te cuento”.
Con toda la humildad que pueda, le cuento que disfruté y disfruto aún, mucho de esta historia. Y más cuando a aquellos que les he compartido pedacitos o pedazotes, me confiesan que se han entretenido y hasta enganchado.
Se lo dedico a muchos, y casi todos por motivos diferentes. A Delia, que me entusiasmó primero que nadie, talvez para que no me concentre en el dolor de mi fractura, en vez de molestar como cualquier hombre convaleciente, o talvez porque le encanta leer y debe ser útil tener un escritor a mano. Gracias, te quiero. Hiciste mucho por mí.
A mis hijos, a Wendy, que inconcientemente la metí en historias que tal vez no son apropiadas todavía para su edad, pero que le hicieron empezar a pensar cosas de una manera diferente. Gracias y perdón por quemarte etapas con algunos capítulos. A Nicolás, que sin grandes comentarios, sentí que aprobaba solo con seguir leyendo, y aportando datos matemáticos para hacer más veraz el relato. A Sebastián, que con su solemne actitud, era el más crítico y a quien más le temía con su juicio, y su simple “está buena”, me bastó para saber que pasó su examen. Gracias mil.
A mi socio, Rodolfo, que escuchó parsimoniosamente mi lectura interpretando voces y gestos mientras lo ponía al tanto de la evolución del escrito.
A mi hermana Marta, que le robé actitudes de su adolescencia para ayudarme con un personaje. Actitudes, no hechos. Digo, por las dudas. Espero que los borradores te hayan ayudado a sobrellevar un año complicado.
A Julieta, que me dio mucha data para entender personalidades que si ella no me explicaba, hubiera sido muy difícil describir. Su frase de “no toques una sola línea” para un capítulo en cuestión, me tranquilizó.
A varios que leyeron solo partes: Juliana, Fabiana, Catriel, Cristina, Pablo, Marcela, Nacho, Alejandra, Marianela, Caro, Sergio, Pablo, Araceli… ¡Oh Casualidad!, más mujeres que hombres. ¿Servirá escribir para seducir? Si hay próximo libro, le cuento…
Dos que me endiosaron más de la cuenta, con elogios exageradísimos: Verónica y Elsa. Me gustó tanto que me obligaron a releer lo escrito hasta en ese momento que pensé que estaban hablando de otra persona…
Gracias a Daniela, que jamás leyó una sola línea, a pesar de yo insistirle desesperadamente, (así es ella) pidiendo ser la primera en hacerlo con el impreso.
A Walter, que se lo envié dos veces y nunca supe si lo leyó, pero el hecho de que me lo pida (y dos veces…) me alegró, como me alegra con cada uno de sus comentarios.

A Martín, le agradezco que cuando su Sabrina le sacó el borrador de las manos, él no lo reclamó. A Sabrina entonces  que se lo devoró en tiempo record y me exigía, como en Misery, que avance antes de su viaje.

Gracias a la Notebook Olivetti, que me permitió borrar y volver a escribir sin borronear. Gracias a Delia de nuevo por aceptar oportunamente que una notebook, no era un gasto al cuete… decisión tomada bastante antes de la fractura.

Y a mi mamá Juanita, que más de una vez la recordé en esta historia, y a mi papá, Carlitos, gracias muy especiales. Él es él único de todos que hoy no está, y sin embargo, desde allá arriba, me ha dado un poco más de todo, otra vez: ánimo, estimulo, ideas y experiencias vividas, que escondidas en partes del relato, también forman parte de la clave de la vida.


Es difícil mencionar a todos. Y digo todos porque seguramente cada uno que interactuó alguna vez conmigo ha formado parte de que uno viva, piense y sueñe como lo hago todos los días..


Debería develarte acá que “La Clave de la Vida” es no poner demasiadas expectativas en las cosas. Pero hoy te estaría mintiendo. Tengo muchas esperanzas en que esta simple novela sea un pasito más en lo que descubrí como parte de mi laburo en la vida: colaborarar para que siempre haya más comunicación. Para escuchar más que ser escuchado. Para recuperar algo de la solidaridad que se fue robando cosas como la tecnología desmedida y la educación familiar y escolar faltante.
Parece tan fácil… pero bueno… tanto como encontrar la auténtica clave de la vida.


                                                    
                                            Como diría Soda Stereo, gracias totales.





          

            









             LA CLAVE DE LA VIDA.


                                  Por Jorge Laplume.


                                                      
                                                            1


No era fácil la vida de aquella niña mujer.
En un ámbito tan machista, desarrollar su instinto de superación le costaba hasta tres veces más que a los varones.
Y eso de tres veces más no era un número al azar, pues ella llevaba su propia estadística: lo que Nacho conseguía al primer pedido a su padre, a ella le costaba habitualmente tres intentos.

Eso, sin duda, la marcó para el futuro que le venía: meterse donde “no debía acercar la nariz una mujer”.
Magdalena, (ya su nombre le signó lagrimas incontenibles) no era conciente de ese clic en su rutinaria vida, de insistir hasta conseguir.
Tal vez la mañana en que su padre, a diferencia de todos los días, no la despertó para exigirle el mate y las galletitas, comenzó el cambio.
La noche anterior, como era habitual los martes, los hombres que lo conocían, se reunían a tomar vino hasta desmayar.
Eran costumbre las risotadas de borrachos abandonados a la vida, seguidos de llantos inconsolables.
Una partida de truco era la excusa como si la necesitaran, y algo parecido a una desabrida polenta, para “bajar el vino”, como decía el negro Antunez.
La melancólica y deprimente juerga terminaba cuando el padre veía que los que  “a punto de dormirse en el suelo” eran más de la mitad.
Recordaba Magdalena el triste espectáculo de los miércoles de invierno, a la mañana, donde por el frío exterior nadie se iba antes del mediodía, y ella debía pasar por su propia casa esquivando cuerpos dormidos.
Tal vez, alguno de esos días, ya su cabeza exploraba cambios.
Odiaba ser mujer.
Odiaba la estúpida condición masculina del chiste soez y la ordinaria intención que ellos tenían de tocarla. No toleraba ya ni un beso de su padre.
Sin embargo en su interior, también gracias a los libros que lograba esconder, imaginaba que un mundo mejor era posible.

Ese día que su padre no la despertó, creyó primero que había muerto. Hizo un silencio total y absoluto en su colchón tratando de escuchar, inmóvil, algún movimiento o resoplo para confirmar o descartar su primera teoría.
Un medio ronquido la ubicó en la realidad:
Estaba vivo.
Y allí tuvo una gran contradicción: ¿estaba feliz o triste?
Le dolió algo dentro. No podía desear la muerte de su padre ni de nadie, pero también pensó que si llegado el caso hubiese ocurrido, algo cambiaría.
Precisamente en ese instante, decidió que el cambio no podía esperarlo del cosmos o del exceso de vino barato. Pensó en silencio que si el abuso etílico de los martes a la noche no lo mataba, podría matarlo ella partiéndole una botella en la cabeza, una y otra vez hasta confirmar que no respirase.
Y rió.

Quizá la idea no le pareció tan descabellada. Intuyó como serían los momentos posteriores y no le gustó: La policía, los amigos del padre, los parientes de la madre, que de muy mala gana, sólo aparecerían para sacar algún provecho, y ver de llevarse algo, por más pobreza que allí sobrara.

Su hermano era un año y medio mayor que ella, y mucho más alto y corpulento.
A veces ese cuerpo fornido de cargar bolsas de cemento o ladrillos le permitió desmayar a Magda, de un cachetazo exagerado.
Una vez, incluso, le fracturó la mano izquierda, que aun hoy muestra una marca visible por una defectuosa soldadura sin yeso.






                                                   2


Contrariamente a lo que pueda imaginarse, Magda, fuera de casa era vivaz.
No le gustaba dar lástima, ni que el mal rato que era estar entre esas cuatro paredes, o chapas, en realidad, la atormente  todo el día.
Le costaba, claro. Pero se notaba el esfuerzo en su rostro y en su postura corporal.
La cara le cambiaba a la vuelta de la esquina. Y no era una manera de decir. Para bien, cuando se iba a trabajar como empleada domestica, y para mal cuando volvía… todo en esa esquina.

Y no era una esquina cualquiera. Era la esquina del quiosco.

Así  como tantos ven la posibilidad de nutrirse gracias a bibliotecas, viajes o buenos colegios, ella veía en ese quiosco otro mundo. El de las chicas lindas exitosas de Gente o Caras, y el de los mundos diferentes de las enciclopedias en fascículos.

Walter, el quiosquero, era un viejo de unos sesenta y pico de años, que tenía un especial afecto por Magdalena. Era un quiosco de los típicos de Buenos Aires, verde, con muchas puertas para cerrarlo bien de noche. El tipo le decía a Magdalena que le hacía acordar a su nieta y por eso tenía privilegios con ella, como el de permitirle hojear las revistas apenas llegaban.

Todos los días, casi a la misma hora, el banquito de Walter dejaba su función de asiento para apoyar allí el atado de las revistas recién llegadas. Era ahí donde, con un guiño cómplice, le dejaba revisar lo que había llegado, incluso antes de que el viejo cotejara si estaba todo el pedido, tildando en una hojita con una cuadricula, lo que había recibido en esa entrega, aún así renunciando a cualquier reclamo posterior por si algo de lo facturado no se le hubiese entregado.

Y no fue esta vez ni las fotos del verano ni las maravillas de los mundos desconocidos lo que le llamó la atención. Era normal allí escuchar una frase repetida: “Abuelo, si hoy no la vende, ¿me la puedo llevar esta noche?, la veo en casa y mañana se la devuelvo.  Ni se la arrugo, se lo juro…”

Hoy abrió sus ojos y su boca inmensamente grandes por una colección que ese día era lanzada: “Armas de Hoy”.
Se extrañó. ¿Era la chica de tapa, una rubia muy de cine, la que le llamó la atención? ¿O el Mágnum X32 que portaba a modo de juego de seducción?
¿O el conjunto de ella con el revolver?

Su escasa educación no fue poca para que le impida pedirle a Walter “esa” revista.  Algo le decía que quedaba mal. Pero casi al tiempo que la mezclaba entre otras, escuchó “si querés, llevála…yo no digo nada, esa revista, acá, nunca estuvo…”
Sin mirarlo al quiosquero, con la cabeza gacha, la guardó silenciosamente en su mochila, y apenas un “cha!” sirvió tanto como despedida y agradecimiento a la vez.

La jornada en la casa que limpiaba se hacía eterna. ¿Sentirán esto los chicos del barrio cuando le afanan a Walter una revista de minas en bolas, y no ven la hora de encerrarse para mirarla solos, y vaya  a saber que cosas hacer?...pensaba.
Apenas pudo, aprovechó los 15 minutos para comer hojeándola al menos por arriba. Nunca había visto un arma tan de cerca, con fotos tan grandes, y su cabeza empezó a volar.
La doble página central era un poster, presentando un modelo nuevo, un par de recuadros se dividían con opiniones a favor y en contra. Los que la elogiaban destacaban su versatilidad, eficacia y le escasa necesidad de conocimiento en armas para sacarle el máximo provecho. Los que la defenestraban hablaban de que siendo tan práctica y económica, llevaría al mundo a un sinfín de asesinatos domésticos

¿Domésticos?, pensó….

                                                                                    Jorge Laplume